Comentario
Para los cristianos occidentales, la expectativa de peregrinar a Jerusalén y obtener indulgencias y gracias especiales se encuadra dentro del auge general de las peregrinaciones, práctica piadosa encaminada también a otros grandes centros como Santiago de Compostela y Roma, en la que se ponía de relieve la condición fugaz de esta vida como camino hacia la otra (homo viator), pero añade un elemento peculiar pues hablar de Jerusalén -prácticamente desconocida para los occidentales en su realidad física- evocaba la imagen de la Jerusalén Celestial, de la perfección del nuevo Cielo y la nueva Tierra que surgirían tras la segunda venida de Cristo. No en vano los mapas simbólicos de aquellos siglos situaban a la ciudad en el centro del orbe. La cruzada se alimenta, así, de una concepción religiosa escatológica, convencida del próximo fin de los tiempos, del que sería anuncio la peregrinación a la Jerusalén terrestre y su conquista por los cristianos.
El Papa, al promover la cruzada, acrecía su prestigio y el peso de su primado, tal como lo definía la reforma gregoriana, al vincularlo a una corriente de religiosidad cristiana occidental que entonces producía emociones y entusiasmos colectivos, y al mismo tiempo la sometía a sus directrices eclesiásticas, pues los legados pontificios aseguraban el buen orden religioso de la peregrinación masiva. Los nobles y reyes que habían de apoyarla o dirigirla obtenían también beneficio, al poner de manifiesto la fundamentación y objetivos religiosos de su poder; aunque los argumentos escatológicos perderían paulatinamente fuerza, conservaron cierto valor hasta comienzos del siglo XVI y fueron utilizados por emperadores y reyes, que se sentían llamados a recuperar la "Casa Santa" (Jerusalén) colaborando así a la inmediata plenitud y fin de la Historia.
Las circunstancias políticas de la segunda mitad del siglo XI también coadyuvaban al éxito y difusión de la cruzada: para la aristocracia feudal del norte de Francia, Borgoña y Alemania era un medio de derivar violencia y excedentes humanos hacia el exterior, mientras que para los normandos del sur de Italia, e incluso de Inglaterra, constituía una prolongación de sus empresas guerreras anteriores. Al ampliarse el concepto de cruzada a toda empresa o contra los musulmanes o para la defensa y expansión de la fe, se dio mayor respaldo a aquellos impulsos belicosos, que se combinaban con los religiosos propios de la peregrinación. Por otra parte, la conquista de las rutas mediterráneas por los marinos y mercaderes italianos encontraba en la cruzada un elemento de apoyo, aunque sus fines fueran, en definitiva, otros, pues predominaba en ellos el interés comercial referido a unas tierras mucho más variadas y amplias que la Palestina buscada por los cruzados.
La llamada pontificia desencadenó una cruzada popular a la que acudieron muchos miles de campesinos de Renania, exaltados por predicadores que anunciaban la inminencia del fin de los tiempos y la conveniencia de purificarse y atender el suceso en la misma Jerusalén; las agresiones contra los judíos de Worms, Maguncia, Colonia y otras ciudades eran una novedad en la historia europea, pero formaban parte de aquel estado de espíritu para el que la conversión forzosa de los judíos a la fe cristiana formaba parte de los signos anunciadores de la nueva era, y la violencia contra ellos estaba justificada por su culpa colectiva como pueblo deicida. Aunque la cruzada popular, que precedió en varios meses a la de los caballeros, fue deshecha en Asia Menor, importa como primera y más intensa manifestación de los movimientos y emociones de masas a que dio lugar el espíritu de cruzada, que permanecería vivo durante mucho tiempo.
No obstante este clima de enfrentamiento entre Islam y Cristiandad, la interacción entre ambos hizo que la cultura occidental entrara en contacto, a través de los eruditos árabes, con las tradiciones filosóficas perdidas de la antigua Grecia, en particular con Aristóteles. Este redescubrimiento supuso una revigorización de la filosofía cristiana, como quedó reflejado en los teólogos escolásticos. Entre éstos, el más importante fue Santo Tomás de Aquino, quien intentó reconciliar la teología cristiana con los antiguos sistemas filosóficos.
El auge del escolasticismo coincidió con el florecimiento de universidades en muchas partes de Europa y con la reforma de la larga tradición de la orden religiosa benedictina. Esta reforma movió a la aparición de varias órdenes nuevas, que reaccionaban contra lo que denominaban excesos del clero, al que achacaban haberse alejado de los ideales de pobreza y humildad que caracterizaron a la Iglesia de Cristo. Así, se formaron las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, imitadores de la vida de Jesús y sus discípulos.
Los intentos de reforma, con todo, fueron constantes a lo largo de todo el periodo bajomedieval, favoreciendo un clima de ruptura que está en la base de un cisma posterior, aquél del que surge el protestantismo. Reformadores como John Wycliff o Jan Hus cuestionan a la jerarquía eclesiástica, a la que acusan de corrupción. Condenados por herejes, estos pensadores no hacen sino recoger un clima de creciente animadversión hacia la autoridad eclesiástica, un clima que continuará en los siglos siguientes.